Si pudiera, recurriría a los versos de algún escritor afamado (no famoso) para expresar cómo me siento esta noche fría y cálida (a la vez) del mes de marzo. Algunos versos que hablaran de la vida de uno, de cuándo uno se pone en el centro del universo, se mira el ombligo y no es capaz de ver más allá. Así me siento hoy, pero me miro tanto el ombligo que no soy capaz siquiera de recurrir a los versos de algún afamado escritor.
Los lectores habituales de este blog saben que no suelo hablar de mí de forma tan explícita. Que en los momentos de saturación, opto por abandonarlos y recuperar el aliento y la palabra días después. Ésta es una de las raras veces en las que me enfrento, ordenador en mano, a ti como si de un juez se tratase.
Esta noche es víspera de fiesta. Escucho el disco de
The Chieftains que me acaba de regalar mi hermano para celebrar que mañana es St. Patrick, patrón de Irlanda, santo que conmemora a los Patricios y Patricias. Es curiosa mi pasión legendaria por un país al que sólo he visitado una vez. Quizás esa pasión legendaria no sea sólo una pasión dedicada a los irlandeses, sino a todas las naciones celtas. Quizás el celtismo lo llevo en las venas por la vía gallega, por el nombre, por los casi imperceptibles reflejos rojizos que mi pelo muestra al sol, por mi rotunda palidez, por mi nostalgia perenne o simplemente porque un día leí un relato celta y quedé embriagada por la cultura como uno queda embriagado tras una pinta de cerveza negra y un "Oh Danny boy" o un "The River" en un pub irlandés. El pub irlandés de los sueños de post-adolescencia. Esta noche es víspera de fiesta y un vestido nuevo de verde intenso espera que mañana celebre el celtismo en el silencio de un colegio madrileño, ante adolescentes madrileños que los fines de semana no escuchan flautas o gaitas, sino música electrónica; y se dejan embriagar por grados de alcohol procedente más de Rusia que de la cebada.
Esta noche es noche de resaca de trabajo. Es una noche en la que el cansancio ahuyenta al sueño. El cansancio es milenario. Parece que lleve siendo parte de mí desde siempre. Son los ecos de Dios, que últimamente me llegan de todas partes y me producen una mezcla entre pesadez y reflexión. Una reflexión que cansa. Porque se repite y porque no me abandona. De hecho, mañana celebro algo que tiene más que ver con dios que con el ateísmo. Y lo sé. Y lo celebro. Aunque la celebración sea pagana se hace en nombre de un
saint.
Trabajo, adolescentes madrileños, verde esperanza, flautas y gaitas, un edredón polar que calienta el alma de las tardes largas en las que uno se acompaña del bolígrafo rojo, paciencia y buena voluntad. Me gustaría que hubiera un poeta que dijera lo que yo digo ahora.
Y en la cercana distancia del jueves, otros ecos. Ecos de fado. Portugal acecha, como el hombre, como la poesía de Hernández. Salamanca en jueves y Lisboa en viernes. Los alcanzo con la punta de los dedos, y sin embargo siguen lejos. Impenetrables. Están a más de un año y medio de distancia. Y llegan ahora. Porque ahora es el momento de Portugal. Ahora que
The Chieftains dejan llorar su gaita, ahora que los teléfonos llaman sin llamadas y el rojo es el color de tinta favorito. Portugal. Lisboa. Mis amigas.
Felices 17 y 19 de marzo, porque creyentes o no, nos dan motivo de alegría. Alegría verde. Alegría del descanso. Fin de semana de fado y cerveza. De vestidos verdes y tranvías.
Espero volver reconfortada.