Una entrada de una sola línea. Por si no había quedado claro.
Me encanta Londres.
29 de octubre de 2011
28 de octubre de 2011
27 de octubre de 2011
Norwegian Wood
Que es como decir Tokyo Blues, de Murakami.
Lo leí hace ya casi un mes, pero la melodía resuena en mi cabeza y me tropiezo con ella en rincones insospechados. Como con la trama. Es apasionante la manera en que algunas novelas te atrapan y no te sueltan. Te agarran fuerte de la mano y te van guiando por un trocito de la senda de tu vida. Tokyo Blues no me suelta de la mano en Londres. Sus personajes, marcados todos por la muerte y el suicido, se parecen tanto a mí y a la gente que me rodea, que tengo miedo de que alguno de nosotros nos convirtamos en ellos. Los llamo personajes porque siempre olvido el nombre de los seres que habitan los libros, pero todos tienen un rostro, y todo tiene su música, su luz y sus paisajes. Todos tienen entidad aunque los personajes hayan perdido sus nombres.
La melodía que abraza a todas las personas que aparecen en el libro -y perdónenme los críticos literarios por llamarlas personas, pero los siento tan de carne y hueso y tengo tan claro que me los cruzo a diario en el metro, que no puedo evitarlo- es de los Beatles. Siempre me han gustado los Beatles y siempre los he escuchado muy poco. Porque mi hermano, que es el maestro musical de mi infancia y adolescencia, nunca los escuchaba. Ahora vivo en el país de los Beatles y sigo sin escucharlos. Y tuve que descubrir Norwegian Wood de la mano de un escritor japonés. Me alegro de haberlo hecho en Londres. Aquí tiene más sentido. Aún así, los Beatles quedan borrosos, como la marca de agua de una fotografía, en el panorama inmenso que está siendo Londres. Hasta ayer.
Covent Garden y un cantante callejero. Eran las siete de la tarde y la ciudad estaba fría y oscura. Ahí estaba él, en mi mente lo llamé Matt. Tocaba la guitarra y cantaba, y a veces se atrevía con la armónica. El frío era intenso, pero la música me atrapó, como la historia de Tokyo Blues. Y escuché y escuché hasta que sonó Norwegian Wood y se me quedó enganchada en el rincón secreto donde se guardan las melodías que reaparecen horas, días o meses después. Esta mañana, cuando he salido a mirar cómo las hojas de los árboles ya han caído o se han teñido de rojo, como mi pelo, de repente ha salido a pasear también la melodía. Y durante horas la he tarareado sin saber qué tarareaba, dudando entre varios de los grupos y cantantes que ando descubriendo últimamente -¿Tracy Chapman?, ¿Neil Young?, ¿Counting Crows?-. Ha sido ahora, hace apenas media hora, cuando al escuchar las notas de la guitarra que Daniel ha comprado para amenizar -más aún- la vida en West House, cuando he pensado en ese personaje maravilloso de Murakami que toca Norwegian Woods. Y entonces todo ha vuelto a tener sentido: la melodía, los paisajes de esta mañana, las personas que pueblan Tokyo Blues, la vida en Londres, los Beatles, el otoño. La vida es una espiral. No dejaré nunca de pensarlo.
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23 de octubre de 2011
100
Lo que escribo hoy aquí es importante. Primero, porque me planto delante de la pantalla, cojo aire y escribo. Llevaba muchos días sin estar a solas conmigo misma. La vida de los últimos meses ha sido muy ajetreada y cuando por fin llegaron las vacaciones, las compartí. Así que podría decir que no he tenido apenas tiempo para pararme y pensar, para pararme y escuchar. Escuchar lo que la gente me dice, lo que la música me dice y lo que yo misma me digo. Ahora llega ese tiempo, las verdaderas vacaciones.
Por eso hoy es importante. Porque he recargado las pilas del hueco interno que llamo "hogar". Espero que dure con buenos niveles hasta navidad. Hoy estoy recargada del cariño de la familia. Y cansada. Llega ahora el tiempo del descanso, de la soledad y de la ciudad. La ciudad que uno se aprende cuando está solo. La ciudad que mira con ojos limpios como la lente de la cámara que usa para retratarla. A partir de mañana recorreré esta ciudad, que empieza a resultarme familiar, sola. Es todo un reto para mi nivel pésimo de orientación. Pero lo espero con ganas.
Hoy también es importante porque me volvieron las ganas de escribir gracias a la lectura del blog de un amigo. Leyéndolo a él me han venido recuerdos de cuando escribía en el blog a diario, de cuando siempre tenía algo que decir. Ahora pienso que o he relativizado mi necesidad de expresarme, o me he vuelto más celosa de mi intimidad expresiva. El caso es que escribo menos. Lo sabes, tú que abres alguna que otra vez esta página buscando una actualización y ves que todo sigue como siempre. Ahora me tomo mi tiempo. Todos necesitamos nuestro tiempo para todo. Escribir también requiere de unos momentos. Así que, gracias, Y., vuelvo a escribir porque te he leído antes.
Otro de los motivos por los que lo que hoy escribo es importante es que esta es la entrada número 100 de este año. La verdad es que nunca he sido supersticiosa de las cifras en el blog y si te soy sincera, me hace más ilusión el 99 que el 100. El 99 me suena más infinito, me parece más espiral que el 100, que no deja de ser un mero círculo que lo contiene todo. Pero bueno, dejémonos de sinestesias raras, el 100 siempre es una cifra para celebrar. Y hoy es el día 100 de escritura en este año 11 al que le quedan menos de tres meses de vida. Y se nos fue.
Hoy han nacido y han muerto muchas personas. Ha muerto un motociclista famoso, pero también habrán muerto los familiares de mucha gente a la que no conozco y seguro que me caería bien. Eta dijo adiós a las armas hace tres días y Andrés, que es seis días mayor que cuando vino y ha caminado y cambiado tanto en este tiempo, me ha dicho adiós en una estación de trenes londinense. Y no he sentido pena. Milagros de la tecnología moderna. He vuelto a mirarle a los ojos esta tarde, y eso que estaba a cientos de kilómetros de distancia.
La vida sigue y se cumplen 100 días de escritura y nacen siete días de semi-soledad, de charla interior, de ciudad, de amigos de la distancia, de retomar conciencia de quién, cómo y por qué soy. Y me apetece. Y me apetecía escribirlo. Porque Y. me ha empujado, con su blog, a retomar el mío. Y el 99 o el 100 siempre son dignos de celebración.
9 de octubre de 2011
Estar fuera
Cuando uno está dentro, no se da cuenta de todo lo suyo. No aprecia igual el sabor de las patatas fritas en aceite de oliva, ni el del jamón, encuentra los abrazos y muestras de cariño como algo común, empieza a leer novelas y poesía en otros idiomas, por no decir que le cambia el idioma a su colección de música. Porque lo que está dentro siempre estará ahí.
Pero cuando uno está fuera, aprecia lo suyo con un sentimiento diferente. Uno se vuelve defensor de lo suyo a costa de todo: el idioma, la comida, el clima, el paisaje, la música, el cine... Yo esta semana he descubierto a Penélope Cruz y me he sentido orgullosa de tener a Almodóvar, he cocinado tortilla de patatas y he empezado a escuchar con un poquito de nostalgia esto:
Estar fuera está muy bien. Pero también está bien echar de menos lo propio.
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5 de octubre de 2011
Diccionarios
En esta casa los diccionarios están tan presentes en nuestro día a día, que incluso se han convertido en nuestros topes de puertas favoritos.
3 de octubre de 2011
Inglés, ¿idioma universal?
Cuando uno sale fuera de casa, y creo que no exageraría mucho si dijera que al dar la vuelta a la esquina, necesita los idiomas. O al menos una sensibilidad especial para comunicarse. Mi madre, sin ir más lejos, que trabaja a un paso de casa, necesita el lenguaje universal de los gestos y las sonrisas y siempre consigue comunicarse. Es cierto que los extranjeros con los que trata mi madre son inmigrantes. Ellos le piden una fotocopia, un sobre, ayuda para rellenar las solicitudes del colegio de los hijos, y lo hacen con respeto, con paciencia y con una sonrisa. Y ella, que también es del tipo respetuoso, paciente y sonriente, consigue entenderse siempre con ellos. Aunque acaben de llegar de sus países de origen y no sean capaces de balbucir siquiera un "buenos días".
Aquí, en Londres, me topo con la barrera idiomática a diario. A pesar de los años estudiando el idioma, todavía ayer aprendí a diferenciar "ciruela" de "ciruela pasa" en dos palabras que ya conocía pero que siempre asocié a realidades diferentes. Pero el problema de Londres, o mejor dicho -y seré más honesta y más justa-, el problema con el inglés, es que es un idioma que se sabe el centro del universo, el soberano absoluto, la lingua franca universal. El estilo anglosajón no es, en general, del tipo respetuoso, paciente y sonriente. Suele ser alguna de estas tres, pero no siempre las tres van en el mismo bloque. Por lo que nos encontramos, los no nativos, con la lucha diaria del idioma, soportando el desprecio de algunos cuando a la tercera vez que nos repiten algo que aprendimos con la pronunciación española, seguimos sin entender ni papa. Aquí falta mucha paciencia, diría yo.
Sin embargo, las cosas del idioma no son tan horribles en Londres. Estamos rodeados de inglés por todas partes, pero también de español. Cuando los españoles hablamos entre nosotros, ya tenemos la jerga propia que incluye palabras en inglés. Es divertido, aunque yo soy más de las de: "por favor, háblame en inglés, que estamos en Inglaterra". Luego también está el hecho de que mi casa, una especie de pequeña Naciones Unidas, es una torre de Babel, el paraíso de todo filólogo. Una casa que me ha devuelto el interés por el francés y me lo ha despertado por el italiano. También esta casa me ha recordado lo difícil que es el alemán y lo extendido que está el español por el mundo, aunque la gente no sea capaz más que de chapurrearlo un poco y a duras penas. Y en esos momentos de intercambio lingüístico, de dudas idiomáticas, de lucha contra el francés que aprendí hace años o el italiano que empiezo a articular, siempre aparece el inglés como vehículo salvador, siempre está ahí de apoyo, de guía, de modelo. Y aunque los hablantes nativos de inglés se alcen victoriosos ante la soberanía de su lengua, yo respiro aliviada y agradecida por disponer de ese recurso. Me alegra saberme poseedora de tres idiomas y de seguir en mi camino lento hacia el multilingüismo, y alzarme victoriosa ante la soberanía del conocimiento, que no es dominar la lengua mundial, sino estar abierto a la comunicación y poder abrir el cajón genético donde están el respeto, la paciencia y las sonrisas que mis padres me enseñaron a usar siempre. Y esos, esos sí que conforman una lengua universal.
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