12 de junio de 2012

Exámenes


Esta mañana, andaba por los pasillos del colegio y he visto en el laboratorio de idiomas a mis chicos mayores estudiando juntos para su examen de español. Tan concentrados. Con sus pantalones chinos, zapatos de vestir y sus camisas abotonadas hasta arriba. Ya no llevan corbata porque se supone que estamos ante el uniforme de verano que les libera un poco del sofoco de la misma. La imagen era divertida. Son como los adolescentes españoles preparándose para las PAU, pero más elegantes y quizás un pelín más educados. Sus pies de la talla cuarenta y tres envueltos en cuero de calidad, no en zapatillas de deporte. Y, por supuesto, nada de chándal. Ese es el vestuario de este colegio, una de las cosas que más echaré de menos el próximo año. He entrado a saludarles, y como los adolescentes españoles a escasos minutos de hacer la selectividad, casi ni me han mirado a la cara de lo nerviosos que estaban. A veces me pregunto dónde está la politeness inglesa.

He seguido caminando y, frente a la puerta de uno de los teatros del colegio he visto a una pareja de estudiantes recitándose el uno al otro el texto del que se les examinaría unos minutos más tarde. Andaban más descamisados que mis estudiantes; al fin y al cabo, los teatreros son más caóticos que el resto. Conocían su papel al dedillo, pero seguían recitándolo una y otra vez, riéndose a carcajadas el uno del otro, atropellándose el discurso -quizás tenía que ser así-.

Después he visto la biblioteca llena de más estudiantes, todos con sus trajes o pantalones chinos y camisas elegantísimas. Se tiraban bolas de papel de mesa a mesa, se escribían o dibujaban mensajes obscenos en los cuadernos y no paraban de tocarse el pelo con desesperación, como si el masaje capilar hiciera entender mejor el teorema o aprender más rápido la lección.


La Magdalena leyendo. Van der Weyden


Me encantan las bibliotecas y los colegios. Me encantan los centros educativos, la vida que rezuma en ellos, el sentimiento de comunidad y compañerismo. Pero especialmente me gustan en épocas de exámenes. Me encanta ese vibrar de pensamientos, la agitación de cuerpos, el nerviosismo, las carreras, las avalanchas de bolas de papel. Ellos no lo saben, pero yo también estoy pasando por mi particular periodo de exámenes. Los veo a ellos y empatizo, querría meterme en la biblioteca, sentarme en uno de los pupitres cercano al de Leo o Ed y estudiar Pragmática o Sintaxis mientras ellos hacen repaso de toda la lista de reyes ingleses o de las causas de las grandes guerras. Pero las diferencias aquí te las dejan muy claras: mayor vs. menor; profesora vs. alumno; masculino vs. femenino; clase muy alta vs. clase media-baja... Por eso me gustan los exámenes, me gusta el estudio, porque igual que en la Edad Media se creía que la muerte igualaba a todos, yo creo que es el conocimiento el que nos pone a todos en el mismo nivel, el intelectual y el moral, que es al fin y al cabo el que vale más. El estudio nos humaniza, nos hace tan iguales que esta mañana los Gucci de SPS no se diferenciaban en nada de las zapatillas del rastro de mis chicos de Villaverde.







11 de junio de 2012

En-cuent[r]os (5)


El encuentro con la Naturaleza es tan esencial como el encuentro con la Cultura.

Margaritas, en Barnes


Libro escrito en chino, entre Barnes y Hammersmith

10 de junio de 2012

Nil


Eran las dos de la tarde y Nil acababa de despertarse, con un tremendo dolor de cabeza, tras los excesos alcohólicos de la noche anterior. Los excesos alcohólicos de su día a día. La única forma de entrar en calor era beber whisky al finalizar su jornada laboral. Bebía hasta la una o las dos de la madrugada, solo, en la habitación que tenía alquilada en Angel. Después dormía hasta que el dolor de cabeza y la resaca se le pasaban solos.

A esa misma hora, Kiran se paseaba con su juventud y su belleza metidas en bolsas de Gucci, Tod y Ralph Lauren cerca del barrio donde a mí tanto me gustaba pasearme con Francesca y Eldon. No había límites en Bond Street para su desparpajo y la tarjeta de crédito de sus padres. Al fin y al cabo, los dieciocho no se cumplen a diario. Por su mente se pasó, durante tan solo un par de segundos, que debía estudiar para los exámenes de la semana siguiente, el partido de criquet amistoso que jugaría en el patio del colegio al que ahora decía adiós y quizás la joven rusa que le había robado el corazón unos meses atrás. Pero tan solo le reservó esos pocos segundos a ese pensamiento, porque lo que quería era llenar su armario de verano con lujo y elegancia. 

Hablé con Kiran fugazmente esa tarde; Francesca y yo habíamos decidido pasar nuestro día en los museos tras el cambio de planes inesperado de mi fin de semana. Yo estaba triste. Pero como siempre que estoy triste, la felicidad me iba persiguiendo por las esquinas, sacándome una sonrisa en cada obra de arte que brillaba ante nuestros ojos. De repente, mi vida se llenó de imágenes que otras personas habían captado para que yo aquella tarde dejara de pensar en eso que me había preocupado tanto desde el día anterior y en lo que vendría más tarde, en forma de email, ese adiós definitivo tan triste que ninguno llegaremos nunca a entender. Entre el adiós y Nil, Kiran nos escribió para decirnos que no podría acompañarnos para tomar unas pintas en South Kensington. Y con su inglés, ese inglés que me encanta, nos describió su tarde de compras. En unas palabras me transmitió una imagen que ni el más avezado de los fotógrafos podría haber captado con la luz y el tiempo precisos.

Francesca y yo leíamos sus palabras y reíamos. Nos mirábamos en los espejos maravillosos de los baños de V&A mientras nos retocábamos el maquillaje para salir a olvidar adioses. Imaginamos cómo sería nuestra vida si en una tarde pudiéramos comprar toda la ropa que Kiran había comprado en unas horas. Nos imaginamos un poco más jóvenes, un poco más bellas, con un poco más de dinero, convencidas de que el éxito nos llegará en algún momento y que en un futuro no muy lejano vendré a visitarla a Londres, donde me recibirá con los brazos abiertos en alguna de las lujosas casas cerca del Royal Albert Hall.

El paseo por South Kensington fue blanco y naranja. Los ladrillos, las bolsas de Tod, el email del adiós, las fotografías del V&A, el té con tarta de chocolate, las noticias que me resonaban desde España, el cambio de planes del fin de semana... todo eso creaba y recreaba nuestra tarde. Eso y la exclusividad del Imperial. Eso y la magnitud y la belleza del Royal Albert Hall, una pieza de arte en medio de la calle, como un coliseo del siglo XXI.

Y allí, precisamente allí, conocimos a Nil. Me impresionaron sus ojos azules y su pobreza. Una pobreza adivinable en el frío que le recorría el cuerpo y en el olor que desprendía su ropa. Nos ofrecía la posibilidad de entrar en la sala de conciertos. Nos vendía entradas para escuchar música celta. Precisamente la tarde del adiós. No llegamos a pensarlo, Francesca y yo, con esa complicidad mediterránea que sabemos que existe entre nosotras, aceptamos a la vez. Nil nos llevó hasta el cajero y nos habló con su lengua escocesa de lo buenas que eran las entradas que nos vendía. 

Cuando ya teníamos las entradas y corriamos para entrar a ver el concierto, oímos un golpe seco a nuestra espalda. Los ojos azules, intensísimos, de Nil nos miraron mendicantes desde el suelo. Los huesos no le sujetaban los músculos. El frío podía con él a pesar de su abrigo gris. Estuvo en el suelo solo unos segundos, lo que tardamos en recogerlo y reconducirlo hasta su destino. Y en esos segundos imaginé a Kiran -su piel bronceada, su sonrisa impecable, las veinte bolsas de sus dieciocho años cargadas en una tarde típicamente londinense, una tarde de frío y nubes-. Quise imaginarlo mirándome desde su asiento en mi despacho con los ojos de Nil, los ojos de la inocencia, con ese rostro que implora. Y lo que mi imaginación me devolvió fue una imagen hermosa: lo imaginé agarrando a Nil por el hombro, llevándole a Angel, donde una noche más estaría a salvo, quién sabe hasta cuando. La belleza de los ojos de Nil, su inocente vejez, junto a los recién estrenados dieciocho de Kiran, cuyas manos estaban llenas de riqueza y su cuerpo de inocente juventud.

Me quedé con esa imagen en la retina, la imagen que yo misma había creado, con la que recordaría el contraste de Nil y Kiran, con la que los recordaría para siempre. Juntos, hombro con hombro, belleza contra belleza, juventud contra juventud, caminando hacia Angel. Y Francesca y yo, juntas, hombro con hombro caminando hacia la sala de conciertos. Diciendo adiós al adiós y hola a un nuevo día. La música lo envolvió todo aquella noche. La felicidad se empeñó en perseguirme y consiguió atraparme.