Eran las dos de la tarde y Nil acababa de despertarse, con un tremendo dolor de cabeza, tras los excesos alcohólicos de la noche anterior. Los excesos alcohólicos de su día a día. La única forma de entrar en calor era beber whisky al finalizar su jornada laboral. Bebía hasta la una o las dos de la madrugada, solo, en la habitación que tenía alquilada en Angel. Después dormía hasta que el dolor de cabeza y la resaca se le pasaban solos.
A esa misma hora, Kiran se paseaba con su juventud y su belleza metidas en bolsas de Gucci, Tod y Ralph Lauren cerca del barrio donde a mí tanto me gustaba pasearme con Francesca y Eldon. No había límites en Bond Street para su desparpajo y la tarjeta de crédito de sus padres. Al fin y al cabo, los dieciocho no se cumplen a diario. Por su mente se pasó, durante tan solo un par de segundos, que debía estudiar para los exámenes de la semana siguiente, el partido de criquet amistoso que jugaría en el patio del colegio al que ahora decía adiós y quizás la joven rusa que le había robado el corazón unos meses atrás. Pero tan solo le reservó esos pocos segundos a ese pensamiento, porque lo que quería era llenar su armario de verano con lujo y elegancia.
Hablé con Kiran fugazmente esa tarde; Francesca y yo habíamos decidido pasar nuestro día en los museos tras el cambio de planes inesperado de mi fin de semana. Yo estaba triste. Pero como siempre que estoy triste, la felicidad me iba persiguiendo por las esquinas, sacándome una sonrisa en cada obra de arte que brillaba ante nuestros ojos. De repente, mi vida se llenó de imágenes que otras personas habían captado para que yo aquella tarde dejara de pensar en eso que me había preocupado tanto desde el día anterior y en lo que vendría más tarde, en forma de email, ese adiós definitivo tan triste que ninguno llegaremos nunca a entender. Entre el adiós y Nil, Kiran nos escribió para decirnos que no podría acompañarnos para tomar unas pintas en South Kensington. Y con su inglés, ese inglés que me encanta, nos describió su tarde de compras. En unas palabras me transmitió una imagen que ni el más avezado de los fotógrafos podría haber captado con la luz y el tiempo precisos.
Francesca y yo leíamos sus palabras y reíamos. Nos mirábamos en los espejos maravillosos de los baños de V&A mientras nos retocábamos el maquillaje para salir a olvidar adioses. Imaginamos cómo sería nuestra vida si en una tarde pudiéramos comprar toda la ropa que Kiran había comprado en unas horas. Nos imaginamos un poco más jóvenes, un poco más bellas, con un poco más de dinero, convencidas de que el éxito nos llegará en algún momento y que en un futuro no muy lejano vendré a visitarla a Londres, donde me recibirá con los brazos abiertos en alguna de las lujosas casas cerca del Royal Albert Hall.
El paseo por South Kensington fue blanco y naranja. Los ladrillos, las bolsas de Tod, el email del adiós, las fotografías del V&A, el té con tarta de chocolate, las noticias que me resonaban desde España, el cambio de planes del fin de semana... todo eso creaba y recreaba nuestra tarde. Eso y la exclusividad del Imperial. Eso y la magnitud y la belleza del Royal Albert Hall, una pieza de arte en medio de la calle, como un coliseo del siglo XXI.
Y allí, precisamente allí, conocimos a Nil. Me impresionaron sus ojos azules y su pobreza. Una pobreza adivinable en el frío que le recorría el cuerpo y en el olor que desprendía su ropa. Nos ofrecía la posibilidad de entrar en la sala de conciertos. Nos vendía entradas para escuchar música celta. Precisamente la tarde del adiós. No llegamos a pensarlo, Francesca y yo, con esa complicidad mediterránea que sabemos que existe entre nosotras, aceptamos a la vez. Nil nos llevó hasta el cajero y nos habló con su lengua escocesa de lo buenas que eran las entradas que nos vendía.
Cuando ya teníamos las entradas y corriamos para entrar a ver el concierto, oímos un golpe seco a nuestra espalda. Los ojos azules, intensísimos, de Nil nos miraron mendicantes desde el suelo. Los huesos no le sujetaban los músculos. El frío podía con él a pesar de su abrigo gris. Estuvo en el suelo solo unos segundos, lo que tardamos en recogerlo y reconducirlo hasta su destino. Y en esos segundos imaginé a Kiran -su piel bronceada, su sonrisa impecable, las veinte bolsas de sus dieciocho años cargadas en una tarde típicamente londinense, una tarde de frío y nubes-. Quise imaginarlo mirándome desde su asiento en mi despacho con los ojos de Nil, los ojos de la inocencia, con ese rostro que implora. Y lo que mi imaginación me devolvió fue una imagen hermosa: lo imaginé agarrando a Nil por el hombro, llevándole a Angel, donde una noche más estaría a salvo, quién sabe hasta cuando. La belleza de los ojos de Nil, su inocente vejez, junto a los recién estrenados dieciocho de Kiran, cuyas manos estaban llenas de riqueza y su cuerpo de inocente juventud.
Me quedé con esa imagen en la retina, la imagen que yo misma había creado, con la que recordaría el contraste de Nil y Kiran, con la que los recordaría para siempre. Juntos, hombro con hombro, belleza contra belleza, juventud contra juventud, caminando hacia Angel. Y Francesca y yo, juntas, hombro con hombro caminando hacia la sala de conciertos. Diciendo adiós al adiós y hola a un nuevo día. La música lo envolvió todo aquella noche. La felicidad se empeñó en perseguirme y consiguió atraparme.
No hay comentarios:
Publicar un comentario