27 de octubre de 2011

Norwegian Wood

Que es como decir Tokyo Blues, de Murakami.

Lo leí hace ya casi un mes, pero la melodía resuena en mi cabeza y me tropiezo con ella en rincones insospechados. Como con la trama. Es apasionante la manera en que algunas novelas te atrapan y no te sueltan. Te agarran fuerte de la mano y te van guiando por un trocito de la senda de tu vida. Tokyo Blues no me suelta de la mano en Londres. Sus personajes, marcados todos por la muerte y el suicido, se parecen tanto a mí y a la gente que me rodea, que tengo miedo de que alguno de nosotros nos convirtamos en ellos. Los llamo personajes porque siempre olvido el nombre de los seres que habitan los libros, pero todos tienen un rostro, y todo tiene su música, su luz y sus paisajes. Todos tienen entidad aunque los personajes hayan perdido sus nombres.

La melodía que abraza a todas las personas que aparecen en el libro -y perdónenme los críticos literarios por llamarlas personas, pero los siento tan de carne y hueso y tengo tan claro que me los cruzo a diario en el metro, que no puedo evitarlo- es de los Beatles. Siempre me han gustado los Beatles y siempre los he escuchado muy poco. Porque mi hermano, que es el maestro musical de mi infancia y adolescencia, nunca los escuchaba. Ahora vivo en el país de los Beatles y sigo sin escucharlos. Y tuve que descubrir Norwegian Wood de la mano de un escritor japonés. Me alegro de haberlo hecho en Londres. Aquí tiene más sentido. Aún así, los Beatles quedan borrosos, como la marca de agua de una fotografía, en el panorama inmenso que está siendo Londres. Hasta ayer.

Covent Garden y un cantante callejero. Eran las siete de la tarde y la ciudad estaba fría y oscura. Ahí estaba él, en mi mente lo llamé Matt. Tocaba la guitarra y cantaba, y a veces se atrevía con la armónica. El frío era intenso, pero la música me atrapó, como la historia de Tokyo Blues. Y escuché y escuché hasta que sonó Norwegian Wood y se me quedó enganchada en el rincón secreto donde se guardan las melodías que reaparecen horas, días o meses después. Esta mañana, cuando he salido a mirar cómo las hojas de los árboles ya han caído o se han teñido de rojo, como mi pelo, de repente ha salido a pasear también la melodía. Y durante horas la he tarareado sin saber qué tarareaba, dudando entre varios de los grupos y cantantes que ando descubriendo últimamente -¿Tracy Chapman?, ¿Neil Young?, ¿Counting Crows?-. Ha sido ahora, hace apenas media hora, cuando al escuchar las notas de la guitarra que Daniel ha comprado para amenizar -más aún- la vida en West House, cuando he pensado en ese personaje maravilloso de Murakami que toca Norwegian Woods. Y entonces todo ha vuelto a tener sentido: la melodía, los paisajes de esta mañana, las personas que pueblan Tokyo Blues, la vida en Londres, los Beatles, el otoño. La vida es una espiral. No dejaré nunca de pensarlo.

2 comentarios:

elenlille dijo...

¡Quiero leerlo! "Kafka en la orilla" me gustó mucho, aunque me da que este no tiene mucho que ver...

Manuel Casal dijo...

La vida es una espiral.