Antes de mi viaje a Asia, mi amigo M. me sugirió la idea de fotografiar las alcantarillas de los países por los que pasara, con mi pie presente, supongo que para dejar constancia de que yo había estado ahí. Lo de la alcantarilla no lo entendí bien, pero luego me explicó que normalmente las alcantarillas llevan grabado el nombre de la ciudad a la que pertenecen y que esa sería una forma cool de retratar mi viaje. La idea me hizo gracia, pero no pasó de ahí, una anécdota simpática. Preferí fotografiar los cielos y los horizontes antes que lo terrenal, tan cercano a lo inmundo.

Para mí Londres es Bloomsbury, más que Victoria, los cielos grises, la lluvia, el Big Ben, los autobuses o las cabinas de teléfono rojas y la gran noria que se impone majestuosa a las orillas del Támesis. No diré que Bloomsbury es más Londres que el Támesis. Eso no. Pero Bloomsbury es muy representativo de lo que significa Londres, de lo que escribí en mi vocabulario mental acerca de esta ciudad que se va convirtiendo poco a poco en algo más familiar, aunque yo siga siendo una turista más en ella.
No se me olvidan las alcantarillas, lector; hablé de ellas al principio y sigo con ellas. Las alcantarillas de Bloomsbury son piezas de arte más, como lo son cada uno de sus árboles que parecen pintados en lugar de plantados. Las alcantarillas de Bloomsbury son grecas del suelo, son símbolos que decoran las calles haciendo bello lo que esperaríamos sucio o simplemente mundano. Las calles de Bloomsbury se convierten en improvisados tablones de geometría, o geoglifos en miniatura en mitad de la urbe.
Bloomsbury es todo eso. O simplemente eso.
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