11 de julio de 2012

Amistad itinerante

Creo que todo empezó en mayo de 2004, cuando pisé por primera vez Santander. Era el primer día del mes, y el día en que firmé una sentencia, la de la amistad itinerante.

El uno de mayo de 2004 se materializaba mi idea de estudiar Filología en Salamanca. La idea de salir de casa y echar a volar. Ni siquiera tenía aún los dieciocho, pero había casi que aceptado mi destino futuro. En ese destino distante se intuía un poco la itinerancia, la mía y la de mis amigos. Y sin ningún oráculo que me confirmara esa intuición, con el tiempo se hizo real.

Me gusta viajar. Me ha gustado vivir en tres ciudades diferentes y haber visitado otras decenas de ciudades. Me encanta conocer personas en cada ciudad, en cada rincón, con acentos o idiomas diferentes, con distintos tonos de piel y sonrisas diferentes. Pero odio que esas personas que un día significaron tanto, con el tiempo se vayan volviendo borrosas hasta que solo las recupera un recuerdo anecdótico y fugaz. Ese momento sublime que te lleva a años atrás, a la persona que fuiste y de la que aún mantienes tantas cosas y tantas otras ya has perdido. Sin embargo, esa Julia con la que fotografiaste a un gato tumbado al sol se ha quedado en un fantasma fugaz del pasado, igual que Antonio, el guía turístico granadino que estudiaba gallego en Santiago, o Flor de Lis, la andaluza salerosa que llevaba bombones a los exámenes para celebrar sus cumpleaños. Eso pasará también con Conagh, que te abrió las puertas de la inocencia cuando te creías un poco mayor para ciertos trotes. Hay que reconocerlo y resignarse. Es la desventaja de los amigos itinerantes, de ser uno mismo itinerante. La incertidumbre de mantener o no a los amigos. Y aquí no entra eso que algunos llaman "la amistad verdadera", eso de "si la amistad es verdadera, no acabará nunca". Creo que se trata más de la distancia. La física y la psicológica. Y en todas las amistades, por fuertes o robustas que sean, siempre puede llegar la distancia que acaba con todo. Hay distancias que son inevitables...

Pero la amistad itinerante, esa idea del viajero constante del que estás, estoy, estamos hechos, me recuerda, me confirma, me asegura, que igual que es posible que a Paul, el holandés con el que compuse un poema en flamenco, no volveré a verlo más que en las fotos que sube de vez en cuando a FB, habrá otros y otras amigos que en un momento dado significaron tanto para mí y que reaparecerán de nuevo en mi camino. Hay casos reales de algunos que reaparecen intermitentemente, siempre itinerantes, en Tel Aviv, en Salamanca, en la India, en Canadá, en Italia o en Noruega. Siempre vuelven, como el boomerang, como ciertos poemas, canciones, olores o sabores del 2004 o de 2007. Como imágenes de 2011 y 2012 que se me reaparecerán dentro de otros ocho años. Así, en un ciclo incesante que no finaliza nunca, porque siempre existe el olvido, el reencuentro y el nacimiento de nuevas amistades. Siempre existe la itinerancia. La propia y la ajena. Y siempre la distancia, la que hay entre tu puerta y mi puerta, o la que hay entre un piso cuarto de Parla y un bosque poblado de ermitaños. O la distancia que decidimos recortar cuando me escribes desde León, Cambridge, Cerdeña, Tel Aviv, Florencia, Oporto, Washington, Londres, Colonia, Querétaro, Ávila o Portugalete.

Amigos itinerantes, gracias por traerme hasta donde yo estoy ahora un poquito de lo que vosotros sois ahí y ahora. Gracias por hacer más cortas las distancias. Hace un año en Granada, esta tarde en una cafetería en Sol o en el futuro allí donde volvamos a reencontrarnos.



1 comentario:

Elvira dijo...

Me ha encantado la forma en la que has conseguido plasmar exactamente lo mismo que siento yo también. Lugares, personas, recuerdos diferentes (salvo los que compartimos :)) pero el mismo sentimiento.

Besiños intinerantes,
Elvira.