La dieta que quiere matar los excesos de las Navidades y el queso diario del primer cuatrimestre, también me está matando el ánimo. No lo sabía, pero los cuerpos se resienten sin azúcar y sin pan. Y el cerebro también, trayendo una nubecilla de pesimismo y tristeza inesperados. He anulado el teatro de la tarde y he saboreado una chocolatina que quedaba bien guardada en un rincón de mi habitación. El color ha vuelto a mi rostro. Después F., con toda su dulzura italiana que sabe esconder muy bien pero que brilla cuando la deja escapar, ha agarrado su guitarra y ha cantado para mí. Yo estaba tendiendo la ropa y se me caía una lagrimilla a causa de esta nostalgia boba de la comida. Y ella ha bajado su guitarra, se ha sentado en el suelo y ha empezado a cantar y a tocar.
No es que de repente haya recuperado la fuerza. De repente, me he visto a mí misma siete años atrás, en Salamanca, en la residencia. F. podría ser M., C. o L. Da lo mismo, en los momentos bajos, quien te hace bien tiene una sola cara, unos mismos ojos. La sangre ha vuelto a circular con azúcar, se me acumulará un poquito de grasa por algún rincón del cuerpo y quizás la reacción cutánea haga también su aparición en un par de días. Escucharé la canción que F. ha tocado para mí durante semanas. Escucharé todas las canciones de esta cantante durante semanas. La escucharé tanto que quizás se me olvide la voz de Tracy Chapman.
Y dentro de dos meses, o tres, o cuatro, cuando la nostalgia vuelva a apoderarse de los cuerpos, recordaré que la combinación chocolate-guitarra trae de nuevo ese brillo, la alegría de la vida.
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