Londres se parece a Salamanca a las ocho o a las ocho y media de la mañana. Supongo que todas las ciudades, cuando se despiertan, son la misma y van adquiriendo su carácter propio a medida que avanza el día. Creo que si me preguntaran en qué se parecen ambas ciudades sólo podría responder eso, se parecen en sus despertares.
Me he dado cuenta de que Salamanca y Londres tienen despertares similares -además muy parecidos también a los despertares de Parla, Hamburgo o Santiago de Compostela-, porque de repente he decidido madrugar. Siempre me ha gustado madrugar, supongo que esa costumbre la he aprendido en casa, donde a partir de las siete de la mañana la vida empieza a cobrar vida. El caso es que las primeras semanas en Londres no he estado madrugando tanto como a lo que estoy acostumbrada, y no me sentía yo muy yo con el nuevo hábito, aunque tampoco tenía el ánimo listo para madrugar. Hasta que he decidido hacerlo. Al igual que dormir bien, madrugar nos hace un poquito más felices, y no tengo una prueba científica de ello, simplemente experimento empíricamente con mi propio organismo.
Las siete es una buena hora para decirle "buenos días" al día. Un café, una ducha, un desayuno energético en el comedor del colegio... todo esto le da al día una perspectiva nueva. También permite hacer las cosas más relajada, porque las clases no empiezan, en el peor de los casos, hasta las nueve y media. Así que, con el cuerpo más cargado de vida desde antes, uno mira al mundo con los ojos y la mente despejados, toma decisiones menos precipitadas, disfruta de la brisa matutina que recuerda la brisa matutina de todas las ciudades del mundo a las ocho de la mañana y se prepara para agarrar con fuerza un nuevo día que, para el que madruga, tiene más horas que para el que no.
Revivir la experiencia que supone madrugar es otro de los pequeños regalos que me estoy haciendo en este otoño londinense.
Foto tomada del periódigo digital Telegraph.
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