18 de septiembre de 2010

A vueltas con Diógenes



Cuando uno hace limpieza general en su casa, en su habitación o en sus cajones corre el peligro de quedarse atrapado, durante días, entre otras vidas que son las suyas y las de las personas que han hecho que sea lo que es. Tengo un amigo que lleva ordenando su despacho semanas. Pero queda irremediablemente atrapado por los papeles que guardó en él, por las cosas que pensó y anotó, por los folletos de las exposiciones a las que fue... Y no avanza. Y lo peor de todo es que piensa y repiensa si debe o no tirar tal o cual panfleto, este recorte de prensa o esta carpeta. ¿Qué es mejor: tirarlo todo con los ojos cerrados o, directamente no hacer limpieza?

Yo, que he estado estos últimos días reordenándolo todo, me he encontrado cosas sorprendentes que, a día de hoy, no habría creído conservar. Desde grabaciones de mi propia voz hasta grabaciones de voces ajenas, fotos de grupos heavies, folletos de festivales de música de hace años, chapas con la bandera republicana y cientos de textos. Textos con autoría conocida y otros que dudo si serán míos o de amigos. Por más que los leo una y otra vez no me reconozco en ellos. O al menos no reconozco a la posible escritora de ellos (yo misma, años atrás). Corro el riesgo de equivocarme y proclamarme su autora indiscutible o de abandonarlos por no conocer al verdadero escritor y perder definitivamente pequeñas piezas agradables de ser leídas, confusas a veces, pero merecedoras de un poco más de vida que la que les aguarda dentro de los surcos de los cedés que las contienen.

Ese es el peligro de la limpieza. Aparentemente parece que todo está perfecto, agradablemente recolocado. La habitación vuelve a respirar aliviada. Pero el que limpia sabe la verdad de todo esto: sabe que en lo más profundo todo sigue siendo un alegre caos de textos que no han hecho más que airearse un poco y volver a la oscuridad hasta que en un par de años vuelvan a desenterrarse. Bendito síndrome de Diógenes.

1 comentario:

Manuel Casal dijo...

Tener el cuarto, tu espacio, desordenado es un incordio, pero, en cierto modo, es satisfactorio. Somos tiempo y, por tanto, somos finitos, limitados. El tiempo es escaso y si no tenemos tiempo para ordenar el cuarto, es que lo hemos empleado para vivir, para hacer otras cosas. Yo he tenido que parar para intentar arreglarlo y me he quedado a la mitad. He tirado todo un museo.