Conocí a Nacho en un tramo del camino entre Astorga y Foncebadón. Le hablaba a Álex de una chica del pueblo que le gustaba. Al pasarme, saludé a Álex, el chico de mirada y rostro radiantes al que había visto por primera vez en el albergue de San Martín del Camino y que me enamoraría a través de los ojos en los días siguientes. Álex era tímido, pero Nacho no. Me dijo algo así como que ahora el grupo llevaba muy buen ritmo porque "traían refuerzos". Me encantó su voz y seguí riéndome interiormente recordando la breve conversación sobre la chica del pueblo a quien había pedido salir en las fiestas de verano.
Más adelante, en los días y en los pueblos, Nacho me confesó que le habría encantado estudiar Filología Hispánica, que era un filólogo en ciernes. Hablamos durante un largo rato sobre poesía y otras ficciones. Y de repente, como en un vuelco, volví a vivir poemas que creía ya olvidados y a sentirme muy orgullosa de mi profesión. De nuevo cobraba sentido el sintagma filóloga hispánica, quedaba otra vez inmaculado de cualquier distorsión anglosajona. Discutimos sobre Galeano, Benedetti y el Gabo, pero también de los de este lado del océano, Goytisolo, Cernuda y los olvidados.
Entre Nacho y yo se creó el vínculo hermoso de las palabras y llegamos a acuñar juntos expresiones como "hace lluvia", ante las que los compañeros peregrinos nos miraban con asombro y quizás con envidia porque también ellos habrían deseado compartir el código secreto de quien ama las palabras. Nos explicamos etimologías y le descubrí que Santiago, Iago y Jaime son, al final, lo mismo.
Ya al final, Nacho me habló del Papa, de la Iglesia, de Cristo. Lo quise aún más por esa convicción con que defendía lo que para él era sagrado y porque a pesar de su vehemencia, sabía que no me convencería, aunque creo que intuyó en mí un hilito de curiosidad, de quien desea conocer lo que le es oculto. La religión para mí lo será siempre. Esa sensación del que no sabe si hay o no hay nada superior a todo, pero sigue empeñado en buscar, por si acaso. Juntos vivimos el episodio de los scouts italianos, que nos dieron muestra de humildad y humanidad y creo que eso nos unió aún más.
El el último tramo del camino, se sinceró para decirme que había sido una persona importante para él en el itinerario jacobeo, que se había sincerado y había compartido mucho conmigo. Y se apresuró a decirme que no creía que mantendríamos la amistad en Madrid, que eso ya es otra vida. Me gustó. Porque me gusta imaginarlo con su tobillo izquierdo hinchado, la mochila antigua cargada a la espalda, su gorro verde. No sabría ubicarlo en Madrid, su paraíso particular, no sabría imaginarlo en camisa de cuadros, zapatos náuticos y bebiendo un cubata. Nacho será siempre el chico de la cruz, los poemas de Neruda, los versos de Sabina y la botella con calimocho.
Todo un amigo peregrino. De los de la amistad fraguada en diez días, que perdurará siempre. Si alguna vez le veo en Madrid, no será a él a quien vea, sino a una pequeña parte del joven filólogo en ciernes que me habló por primera vez a unos kilómetros de Foncebadón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario