29 de noviembre de 2012

"El drama de los desahucios" y Los Simpsons


Ese es el nombre que un diario de tirada nacional, El País, ha dado a una de sus secciones. Verdaderamente lo es. Este se está convirtiendo en un país de casas vacías o a medio construir en el que cada vez más personas viven en bancos en la calle -el porcentaje de mendigos se ha elevado considerablemente desde los esplendorosos años 2000-, okupando edificios, acampados a las puertas de sedes institucionales, apretados en las casas de sus familiares o, que simplemente han perdido ya toda ilusión por la vida y optan por la situación más valiente, o la más cobarde, ni me atrevo siquiera a juzgar. El desahucio es el mal de la década, casi peor que el cáncer. Hay gente que se queda sin familia, sin hogar, sin esperanza...

Captura de fotograma. Pincha en la imagen para ver el vídeo completo.

Cada noche, al volver del colegio, después de un día duro o no tanto, después de otras historias que he escuchado, de haber visto cómo estamos inculcando unos valores de esfuerzo, sacrificio y trabajo duro que algunos de nuestros estudiantes aun no están preparados para integrar en su visión de la vida porque aún son niños, porque deberían permanecer un poco ajenos a la alienación que está provocando esta crisis; después de todo esto, y de las historias de vida que se narran en la radio: los desahucios, o las reacciones solidarias ante los mismos; o el arte y la cultura que siguen, poco a poco, en pie, tratando de educarnos, porque parece que hemos vuelto a la Edad Media incluso en eso: ahora mucha de la cultura que se ofrece tiene intención pedagógica, ¿tan mal lo habremos hecho en las escuelas o en los hogares hasta ahora? Después de todo esto, quiero pararme. Pararme y dejar de pensar.

Ante el drama de los desahucios, ante la miseria diaria, también son necesarias dosis de otras medicinas: el entretenimiento, el dejar a un lado lo que nos hace daño psicológico y nos desequilibra el sistema ético y moral que hemos ido elaborando poco a poco. Los Simpsons también son necesarios. La lectura divertida. Luis Piedrahíta y sus monólogos de las cosas pequeñas. El Intermedio, que relata la tragedia, pero, al modo clásico, la cubre también con la pátina del humor, para que desfoguemos. Los concursos de talentos. El Hormiguero con sus chistes fáciles. Todo eso también es necesario. Está muy bien que haya debates, que escuchemos los informativos, en la era de la información, todos sabemos al instante qué está ocurriendo en casi cualquier parte del mundo. Aunque eso sea aún más doloroso. Las guerras siguen sucediéndose en Siria, Palestina, el África subsahariana. Hay hambre. En Sudán, en Uganda, en el 2ºB. Pero nosotros seguimos en pie. Y tenemos que sacar adelante nuestras vidas y las de las personas que tenemos cerca y nos necesitan. No podemos cubrirnos con la capa de mierda y miseria que parece que lo recubre todo. Hay que soltar cuerda. 

Yo, por las noches, cuando vuelvo del trabajo, tras el duro día, no tengo ganas de seguir escuchando miserias. Descargo y comparto lo malo y lo bueno del día. Después, me evado con Los Simpsons.

25 de noviembre de 2012

25 de noviembre, día internacional contra la Violencia de Género


Agustín García Calvo, el ya fallecido filósofo español, lo supo expresar con una afirmación breve, pero llena de verdad y de pureza: libre te quiero.

De otra libertad muy diferente hablaba Cernuda, la de estar preso en alguien, cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío. El tiempo pasa, y con él las relecturas de obras que son clave en la vida de uno. Este último poema de Cernuda, que supuso un antes y un después en mi vida de lectora, lo retomo ahora, con otra libertad diferente, y machaca todas mis ideas e ideales de lo que significa amar, ser amado y -¿por qué no?- ser mujer. 

La violencia de género es un tipo de violencia que nace desde una supuesta raíz amorosa. Porque te quiero, te quiero mía. Como te quiero, te quiero así. Te quiero, y te condiciono. Y así hasta llegar a unos extremos en los que la obsesión -nunca el amor- se convierten en dolor y en daño. Y no solo eso, sino en un dolor y un daño muy conscientes, producto del egoísmo más espantoso. Dice el refranero que quien bien te quiere te hará llorar y no puedo estar más en desacuerdo con el saber popular. Quien bien te quiere, no querrá nunca hacerte sufrir. Pero no nos enseñan estas cosas en la escuela. Vemos películas románticas, leemos novelas o revistas y vamos, poco a poco, aprendiendo una forma de amar incorrecta, llena de errores y de faltas. Y solo el tiempo, el ejemplo de otras personas y la reflexión pueden enderezarla. 

Desde la adolescencia malinterpretamos lo que es amar y lo entendemos desde las palabras de Cernuda como estar preso en alguien. Hay que hacer un trabajo profundo de concienciación, de dignidad, de humildad y de amor puro para comprender de verdad que la única forma de amar verdaderamente es la que nace de la libertad del uno+uno y nosotros, no del uno+uno=nosotros. De eso sabe mucho L. y me lo explicó el otro día. Y así, con esta combinación, podemos lograr entender las necesidades del otro, las nuestras, las de ambos; sin exigencias, sin imposiciones, sin violencia física, verbal o psicológica, regalándonos el espacio y el tiempo que necesitamos e intentando siempre no hacernos daño consciente o inconsciente.

Ya Cervantes hablaba de la mujer libre, la que por encima de imposiciones sociales y culturales había elegido dedicarse la vida a sí misma y a la naturaleza, una Marcela poderosa y libre:

Yo nací libre,  y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos.

Tuvieron que pasar siglos para que el ser humano entendiera que la mujer puede vivir libre sin vivir en soledad.  Puede amar y ser amada desde la libertad. Y ese derecho lo tenemos todas y a todas se nos tiene que permitir. Y a todas se nos tiene que enseñar. Es el mejor regalo que ofrecerle a las niñas de hoy y las mujeres del futuro: su libertad.




22 de noviembre de 2012

Naima, Mohamed, Alexander y los españoles 'por el mundo'



Fotografía de Christiaan Triebert


En las clases de español, esta tarde hemos tenido dos alumnas nuevas, Najwa y Naima. Nos hemos vuelto a presentar todos. Entonces, Mohamed le ha dicho a Naima de qué parte de Marruecos es. Me ha gustado ver cómo a Naima se le iluminaban los ojos al oír el nombre de una región de su tierra. He pensado cómo sería si a nosotros nos ocurriera lo mismo: un grupo de españoles, ya mayores, en una escuelita de otro idioma (pongamos alemán), hablando de la procedencia de cada uno, intentando aprender esa lengua y mirándose con nostalgia echando de menos la tierra propia, por muy bien que la situación puediera estar en ese nuevo país. Y en el fondo supongo que eso está pasando o pasará pronto. El fantasma de la emigración.

Hace unos años, cientos de miles de ciudadanos de otros países buscaban una oportunidad aquí. Muchos sabían que sería difícil, triste y sufrido, pero aún así llegaron aquí, intentando mantener sus tradiciones y aprendiendo también de las españolas. Se sintieron maltratados por nosotros y tuvieron que recluirse en grupos de compatriotas. Y aquí lo único que se nos ocurría decir era que se reunían en guetos. Como si nosotros no lo hiciéramos cuando salimos al mundo.

Hoy mismo, Alexander, un alumno ruso con muy poca idea de español, preguntaba algo en clase. Y lo sorprendente es que no pregunte todo. Alguien se ha reído. Creo que es por pura envidia: ven cómo poquito a poco va sacando las asignaturas, sigue aprendiendo, sin parar y, sobre todo, sobrevive. Sobrevive en un lugar inhóspito y donde muy pocos lo ayudan. Les he dicho a todos que intenten ponerse en la piel de Alexander; que se imaginen a ellos mismos en un colegio ruso donde no entienden nada y donde los compañeros tampoco se lo ponen fácil. Se lo han pensado un minuto. Solo uno. Espero que algún día lo entiendan.

21 de noviembre de 2012

T.S. Eliot



Fotografía de Rodney Smith



En toda vida humana debe llegar un momento de inflexión. O varios. Un pararse a recapacitar y pensar hacia dónde voy y ¿por qué? Es duro el planteárselo constantemente, por eso es bueno tener un buen equilibrio personal para que estas cosas solo ocurran muy de vez en cuando.

Esta mañana me he castigado sin recreo con un chico al que intento dar clase, llamémosle D. D. es puro nervio, locura incontenida, un chico de menos de catorce años que ya ha decidido tirar la toalla en su vida. Hoy, rascando mucho mientras estábamos los dos castigados sin recreo, me ha dicho que la vida no le importa. Que no hay nada que le importe. Que no le gusta ninguna asignatura, no le interesa absolutamente nada. Le gustan el fútbol y el pádel. Y se acabó, nada más. Le he hecho que me enumerara la gente de clase con la que se lleva bien y los que podría llamar amigos. Guille estaba entre ellos. Bien -he pensado-. Luego nos hemos quedado otro rato en silencio y se me ha ocurrido preguntarle si le importa no estar bien con la gente. Me ha dicho que no, rotundamente, que le daba igual. ¿Ni siquiera con Guille? Y él: Que no, que me da igual. Con un como cansancio acumulado ya en sus catorce años de vida de todos aquellos que alguna vez han intentado acercarse a él de buenas maneras, sin gritos, sin enfados. Detrás de D. hay una familia, pero que poco o nada hace por intentar hacerle entender que la vida es importante, que hay que tomársela en serio y que no puede castigarse así, tan rotundamente, día a día. Y en su castigo, castigar a sus amigos, a sus compañeros y a nosotros, que simplemente pretendemos ayudarle.

Me pregunto si a D. le ha llegado ya ese momento de inflexión. Me pregunto si él mismo no ha pasado directamente la rosca del hacia dónde voy y simplemente va, sin rumbo, sin sentido, sin nada, porque sí. Estoy convencida de que lo que D. hace no tiene que ver con ninguna máscara que él se ponga ante nosotros. D. nos está pidiendo amor a gritos, acercamiento, escucha, comprensión. Pero no lo sabe recibir, no se da cuenta de cuándo le llega, porque nunca antes, en casa, le han enseñado a dar amor, acercamiento, escucha ni comprensión. Quise tirar la toalla con él a las tres semanas y mis compañeros me dijeron que no lo hiciera, que nos necesitaba y, desde entonces, se ha convertido en uno de mis objetivos principales. Quiero lograr algo por él, porque hacerlo, egoístamente, significa también lograr algo por mí. Su tutora está conmigo. Sus padres no. Otros profesores, simplemente, no lo aguantan y lo mandan fuera de su vista a la primera de cambio. Yo intento tenerlo cerca de mí en un querer, extrañamente, darle calor humano.

Mientras tanto, a otros chicos les leo poemas de Pedro Salinas y, engatusados por versos que no comprenden pero que intuyen bellos, les veo sentir ese calor que a D. no le llega. Para mí y solo para mí, unos versos de T.S. Eliot cuya brillantez me envuelve cada vez que retomo los Four Quartets:

There are three conditions which often look alike
Yet differ completely, flourish in the same hedgerow:
Attachment to self and to things and to persons, detachment
From self and from things and from persons; and, growing
between them, indifference
Which resembles the others as death resembles life.

La indiferencia, que crece entre el apego y el desapego, se parece a ellas tanto como la muerte se parece a la vida. Aquí hay mucho material para la reflexión. Y en D., una indiferencia que espero que signifique apego y desapego a partes iguales.

19 de noviembre de 2012

Los colores del otoño


Otoño. Roble y mariquita. Fotografía mía.


Lo bonito de recorrer España en coche es poder dedicarle tiempo a uno mismo. Conducir es como darse un baño espumoso: sigue una serie de rituales para estar lo mejor posible con la persona que somos o con la persona que queremos ser.

Lo bonito de recorrer España en coche en otoño son los colores. El color de los cielos varía a cada minuto, el matiz de la luz del sol a través de las nubes o la sombra del coche sobre un montículo en el arcén hacen el viaje más bello. Pero sobre todo son hermosos el amarillo, el naranja, el verde, el rojo, el marrón de las hojas de los árboles. La palidez de los hayedos se contrapone a la brillantez de algunos olivos y pinos y contrasta, también, con ese marrón acogedor de los robles.

Últimamente disfruto sobre todo con el verdor oscuro de los cipreses que rodean las iglesias de pueblos que parecen perdidos, en la Castilla más hermosa que no podría haber soñado jamás. Esgueva, Roa, Daimiel, del Rey, del Conde, Arévalo, Miranda... son solo palabras atrapadas en señales blancas con rótulo negro que a mí me evocan los más bellos paisajes. Recorro Castilla esperando la rotundidad de sus gentes y sus aromas y Castilla me regala las tonalidades más perfectas. 

Porque lo tengo al alcance del volante, aprovecho para aprender más sobre esta tierra tan vieja que sigue sorprendiendo a los más novatos. Castillos, páramos y llanuras amarillas, sin rastro alguno ni de agua ni de vida, iglesias y catedrales imponentes que se yerguen feroces como las torres de algunas murallas. Eso es Castilla. Tierra soberana de colores y sabores. 

Después de Castilla llegan los paraísos de Galicia, Asturias, Cantabria y Euskadi, cuyos otoños aún no he podido contemplar. Los imagino verdes, como sus praderas; fríos y anaranjados, portadores de robles que lo inundan todo.

Si hay algo especialmente hermoso, es el otoño y los ojos con los que lo miramos.


15 de noviembre de 2012

El tiempo. Nostalgias


Fotografía de Bruno Birkhofer

Ayer salí a la calle a luchar por mi futuro. Lo hice con una amiga del pasado. Simplemente coincidimos en el tren. Ana, aquella dulce niña con quien compartí buena parte de mi infancia y mi adolescencia. Con Ana ha pasado eso que a veces pasa cuando creces y te vas desvinculando de ciertas personas, simplemente porque la vida os lleva por distintos cauces. Pero siempre es hermoso cuando esos cauces se vuelven a unir para dar momentos de mucha emotividad, recuerdos y risas.

Después de mucho rato hablando sobre los problemas que tiene este presente y el futuro que se nos echa encima, hablamos también sobre los juegos del pasado, ese vivir felices que crea la ignorancia, el no ser aún responsables de nuestra vida. Y Ana se mostraba muy nostálgica. Decía que no le gustaba el paso del tiempo, que querría -con todas sus fuerzas- volver atrás, a esos tiempos en los que no había preocupaciones por nada, simplemente el llegar a casa a tiempo para que sus padres no la regañasen. Sonreímos las dos, con los ojos puestos en esas noches frescas de verano en las que nos sentábamos en bancos de la calle a hablar de nuestras cosas y comer pipas; o los días soleados de piscina y risas; o los campamentos de verano donde empezamos a intuir qué era eso de estar enamoradas. Y Ana, triste, era consciente del pasar de los años, de la rapidez con que habíamos pasado de la despreocupación más absoluta a la mayor de nuestras preocupaciones, la del ¿qué será de nosotros en el futuro?. La generación sin porvenir.

Lo pensé durante unos segundos. Recordé los años fantásticos de la universidad. Salamanca. Ese momento en que las preocupaciones máximas consistían en llegar pronto y coger un asiento en Zacut, la biblioteca de ciencias, para poder aprovechar al máximo el día de estudio. Empezábamos a echar a volar, pero aún seguíamos con la cabeza en las nubes. Ahora, los que ya emprendimos del todo el vuelo, debemos tener la cabeza en la tierra si queremos conseguir lo que nos proponemos.

Hablábamos de esto en el tren, el lugar de las reflexiones. Y con el ruido del traqueteo y el bullicio de los manifestantes que ya volvían a sus casas con la resaca de la huelga, pensaba en Marta, otra amiga, casi de la adolescencia. Una amiga que no mira atrás con pena, sino que mira hacia adelante con ilusión. Marta se está labrando un futuro muy bonito y para ello vive un presente de sacrificio, pero también un presente muy vital, lleno de esperanza. Marta, eso sí, está fuera de España y piensa en los años productivos con mentalidad de forastera. Quizás esos son los tiempos que nos han tocado y este el instinto de supervivencia que tenemos que alimentar.

Miraba a Ana, ayer, representación clara del pasado, y pensaba en Marta, puro futuro. Y yo me veía un poco entre las dos. Un vivir el ahora con nostalgias, pero también con una pizca de ilusión por lo que vendrá. Con ganas de cambio. Con ánimo por saber que somos cientos de miles los que ayer estábamos en las calles gritando para que nos devuelvan lo que es nuestro y nunca debimos dejar en manos de los mercados y los poderosos. Ahí, ayer, había responsabilidad. Y ganas de cambio.

Espero que Ana también se diera cuenta de eso y entienda que la vida son etapas. Nuestra etapa del campamento quedó enterrada con los otros recuerdos de 2001. Lo bueno, lo bonito, lo esencial, es mirar hacia delante con los ojos de los niños que un día fuimos y pensar que otro futuro es posible.

14 de noviembre de 2012

El dilema. #14 N


Fotografía de Toonman Blchin


Esta es una crónica matutina del desencanto y la decepción.

Hoy hay convocada una huelga general avalada por una larguísima lista de razones reales para ello. Hacer huelga consiste en no asistir al puesto de trabajo de uno y en evitar consumir lo máximo posible. Es decir, no ir de compras e intentar consumir lo mínimo en casa: luz sobre todo.

Hay trabajadores que están abiertamente amenazados para no hacer huelga por peligro a perder su puesto de trabajo. Yo soy de las que lo están indirectamente. Me he debatido durante toda una semana para decidir si ejercer o no hoy mi derecho a la huelga. Todo el mundo me había recomendado que no lo hiciera; así que pensé en faltar al trabajo aludiendo otros motivos. Después, pensé que aquello sería más cobarde que no secundarla. Al menos, me dije, yo comparto los motivos y estoy de acuerdo. Al final, he cogido el coche y he dado clase de Lengua a mis alumnos. Mi horario de los miércoles es tan bueno que ya estaba en Parla a las 12:30 y he podido ver, decepcionada, como los establecimientos estaban abiertos en mi barrio. Y no solo eso, sino que los ciudadanos consumían como si tal cosa.

Decepción. Porque lo difícil es que un comerciante cierre su establecimiento. Lo sé de buena tinta. Es un sacrificio importante y es normal que cueste llevarlo a cabo. Pero lo fácil, como dejar la compra de rosquillas, zapatos o la barra de pegamento para mañana, eso la gente lo hace en mi barrio demostrando no estar concienciada con lo que significa la huelga.

Para mí ha supuesto un dilema acudir hoy a mi trabajo. Me he sentido mal conmigo misma y mis ideales. Me he sentido mal por la enseñanza pública, que se merecía un paro total de todo el sector. Pero claro, yo trabajo en una empresa muy pequeña, una de esas donde te señalan con el dedo y quedas marcado hasta el final del curso, cuando en las reuniones de personal se decide prescindir de uno para el año siguiente, solo por mostrarte contrario "al régimen" de trabajo. Solo una persona ha secundado la huelga, mi jefe directo. No sabía cómo lo haría, incluso llegué a creer que al final vendría al colegio. Pero sí, se ha escudado en la alegación de una enfermedad y él, a su manera, ha hecho huelga. A mí así no me vale. 

Para compensar mi cobardía personal, hoy no se pondrán lavadoras en casa, ni la tele, evitaremos la luz hasta que sea posible y nos lanzaremos a las calles del centro para gritar que no estamos a favor de la reforma laboral, ni de los recortes en educación, sanidad, ayudas a las pymes, ayudas sociales en general, ni a favor de las reformas de la ley del aborto, ni la subida de impuestos en productos fundamentales y en cultura. Tampoco estamos a favor del paro de nuestro vecino, ni de la situación miserable de una conocida cuyo hijo, con una enfermedad de las llamadas raras, no puede tomar sus medicamentos porque su madre, interina en la administración pública, ha sido despedida y su padre está en paro. 

Esta mañana yo he ido a trabajar para mantener mi puesto de empleo. Esta tarde iré a la manifestación para luchar por el de tantísimos que ya lo han perdido.


11 de noviembre de 2012

La humanidad, el saber y el rigor informativo, cosas del pasado.


Fotografía de Yaki Zander


Yo creía que el deber primero de toda empresa es cuidar de sus empleados. Siempre lo he pensado, a pesar de haber visto a lo largo de mi vida lo contrario. Hoy, no me queda duda de que la empresa -pública o privada- siempre tenderá hacia el lado del dinero. 

Lo humano, lo cierto, lo verdadero, el trabajo bien hecho, el rigor profesional, la motivación, la vocación, el interés, las ganas de transmitir pasiones, el respeto hacia todo y hacia todos, el dejarse la vida en el puesto de trabajo para dar lo mejor de uno mismo... Todo eso vale poco cuando las ganancias empiezan a caer. Cuando cae el beneficio económico, caen detrás trabajadores de gran calado humano y profesionalidad indudable. Es lo que ha pasado en El País, diario de referencia nacional y mundial. Una de las pocas publicaciones que aún uno podía leer sin dudar de que lo que se contara fuera pura ficción. Había firmas que daban tranquilidad, con las que sentirse casi tan a gusto como en casa, aunque lo que contaran fueran malas noticias.

Tengo miedo de este país que pierde de un plumazo todo lo que se elevó durante años y años de trabajo concienzudo y bien hecho. Un país donde la humanidad, el saber y el rigor van cediendo el paso a la chabacanería más vergonzosa, la estupidez, la gilipollez, la flojera, la falta de escrúpulos, la falta de educación, la pasión por el dinero, etc. Pero, ¿no nos habíamos dado cuenta de que el modelo capitalista estaba fracasando? Entonces, ¿por qué seguimos manteniendo la mentalidad y la ideología de hace más de un siglo donde la productividad y sus beneficios monetarios eran lo más importante? ¿Vamos a volver al modelo educativo de la Edad Media donde solo los nobles y la gente de la Iglesia podía acceder al conocimiento y lo guardaba para sí? Afortunadamente, hoy en día la información sobra gracias a internet y las redes sociales, pero ¿sabremos confiar en quienes filtren esa información para nosotros? O, peor aún, ¿quién va a verificar por nosotros que lo que se dice es así y no de otra manera?

Con un ERE tan horroroso como el que va a sufrir El País, ¿a qué recurrir para sentirnos informados de verdad? Quizás, ahora, mi amiga Marta tenga razón, y por las mañanas, antes que nada, habrá que recurrir a la prensa extranjera. Desde fuera, sabremos mejor qué pasa dentro de nuestros límites, los geográficos y los informativos.

Habría querido, de verdad, haber nacido en una época donde todo fuera más fácil o dónde todos estuviéramos implicados por el bien colectivo y la lucha real no fuera solo la de unos pocos.

Ahora, con esto que se nos está viniendo encima, ya ni me atrevo a desearte un feliz domingo. Al menos, procura intentar ser lo mejor persona posible y que ese sentimiento te traiga calma y ganas de solidarizarte con los que peor lo están pasando.

10 de noviembre de 2012

La luna


Elvira tiene un don especial para la belleza. La encuentra enseguida y la comparte. Es amante de las animaciones de Pixar, de la fotografía bien hecha, del buen cine y la buena literatura y habla de todos ellos con una sonrisa en los ojos que transmite pasión y ganas de estar en ese lado de la vida donde parece que todo es mejor, el lado de la belleza.

Hoy ha compartido con nosotros esta animación maravillosa de Pixar, en la que, sin ningún diálogo, aprendemos cosas maravillosas sobre la vida y las relaciones. Sobre el trabajo en equipo, sobre el respeto a las diferencias de cada uno, sobre el imitar o no a nuestros mayores, sobre nuestra individualidad e independencia a la hora de trabajar y vivir, y sobre nuestras idiosincrasias. La excusa es la luna y el medio una barquita en medio del mar y las estrellas.

El resultado no podría ser más hermoso.

Para ti, que buscas la belleza y mantener tu personalidad. Para ti, que luchas por encontrar tu sitio en el mundo y entre los tuyos. Para ti, este texto visual bello como la luna.


9 de noviembre de 2012

La bolsa o la vida


Fotografía de Wolfgang Suschitzky
Este ya no es el lema de los atracadores de bancos. Parece que es el lema de los bancos y la sociedad que está permitiendo los "atracos" a los ciudadanos de a pie. 

Ha habido ya dos suicidios a causa de la crisis. Siempre me ha parecido el suicidio algo incomprensible que no entraba en mi razonamiento del mundo ni de la vida. Ahora, parece que a algunas personas ya no les queda nada en sus vidas, solo la muerte. No voy a entrar en debates morales sobre si está bien o mal el suicidio ni de las razones que las personas que lo cometen tienen para ello, pero reflexiono sobre el hecho de que hemos creado una sociedad de consumo tal, que parece imposible que se pueda concebir en ella la vida sin lo material. En contraargumento contra mi argumento anterior, he de decir que hay ciertos bienes materiales que deberían ser innegables a cualquier ser humano, entre ellos vivienda, alimentación, sanidad y educación. Cuando esos cuatro pilares fundamentales de la vida fallan, la vida misma va perdiendo el aliento hasta convertirse en una anécdota del pasado.

De esta mujer que se ha suicidado hoy en el País Vasco se llevaron la bolsa y la vida.


6 de noviembre de 2012

Manuel Rivas


Tengo tres días. Tres días para leer sobre el silencio. Tres días antes del estreno. Me explico. Manuel Rivas, de quien he sido ferviente lectora hasta hace unos pocos años, escribió hace algunos una novela titulada Todo es silencio. Esa novela ha pasado de mano en mano por casa y aún no se ha detenido en las mías. A veces, no sé muy bien por qué motivaciones, nos apetece menos leer unas u otras cosas. A mí, de repente, se me quitaron las ganas de leer a Rivas, y ni leí Los libros arden mal, ni este Todo es silencio. No tengo ninguna razón para ello. 

A estas dos novelas se me acumula el estreno reciente, Las voces bajas, cuyo título me trae reminiscencias de la Premio Nobel Müller. Y esta sí, de nuevo no sé muy bien por qué, tengo muchas ganas de leer.

A pesar de todas estas ganas esfumadas de Rivas, de repente hoy me ha entrado una necesidad imperiosa de dar cuenta de Todo es silencio. Para ello sí hay una razón: el propio Manuel Rivas. He vuelto a escuchar su voz esta tarde. Yo conducía hacia casa y él respondía a las preguntas de Carles Francino, en la Ventana, de la Ser, un magazin de entretenimiento radiofónico que me encantaría que me inyectaran por los oídos a todas horas, para ser un poquito más persona y disfrutar más de la vida con los regalos que tiene que ofrecernos. Lo que iba diciendo: yo venía conduciendo y él hablaba sobre esta novela del silencio a propósito del estreno de la película homónima, basada en su texto, y dirigida -supongo que magistralmente, como siempre- por otro de los grandes del panorama cultural español: José Luis Cuerda.

Quiero leer la novela y ver la película. Y seguir escuchando a Francino.

Porque en un momento triste de la cultura de este país, aún los artistas siguen creando, siguen dando lo mejor de sí mismos -sin subvenciones- para que su público siga comprometiéndose con los problemas fundamentales de la vida: el amor y la supervivencia. Dicen que a todas las crisis, a todos los desastres siempre sobrevive el más fuerte. Yo añadiría que también el más formado, el más sensible, el que más fácilmente puede comprender las realidades que se le presentan frente a sí porque ha sido cultivado para ello. La cultura es el motor de nuestros cerebros y nuestros corazones. La cultura es el motor de nuestra existencia como homininos; en ella reside el origen de las civilizaciones. No dejemos que nos la quiten. Como dice un personaje de la película de Cuerda, probablemente pensado por Rivas, NO TODO TIENE PRECIO.

#NOSINCULTURA

4 de noviembre de 2012

Hubo un tiempo...


Hubo un tiempo en el que las tardes de domingo se llenaban de acordes bachianos o chopineros, si se me permite el uso de esas palabras. En otro tiempo, los domingos eran más serranistas o sabineros. Después, se convirtieron en chomskianos y saussurianos. Luego, los domingos se llamaban con nombres de bebidas calientes: té, café; o de llamadas telefónicas de largo recorrido. 

Los de otoño -los domingos, me refiero- siempre fueron grises y muchas veces lluviosos. En honor a los domingos de otoño que se repiten incesantemente a lo largo de los años, una música de los domingos de antes. Una música que se llena del agua de la lluvia lenta y pesada de las tardes interminables en las que no hacer nada, simplemente, muy quietitos, pensar en otros mundos posibles. Aquellos en los que ya pensó Lorca o los que pensamos al abrigo del presente.


3 de noviembre de 2012

De libros en Madrid.


Ayer me fui de reencuentros y libros. 

Vi a C., más amiga que compañera. Teatrera, filóloga, amante de los hombres y del teatro. Investigadora. En fin, una mujer de bandera, de las que me encanta que llamen de vez en cuando para paseos de "puestas al día" por el Madrid de las Letras.

Tuvo que volar para llegar a tiempo a ver una adaptación del Don Juan, tan de Día de Difuntos. Y mientras, yo me fui a investigar todo lo que no he podido investigar por Madrid hasta ahora. Gracias a otra amiga, C., me entraron unas ganas tremendas de acercarme a La Central de Callao, un espacio -ante todo- bello. El edificio original es el de un antiguo palacete madrileño, las paredes encaladas y las escaleras chirriantes le daban el toque romántico al asunto libresco, que ya de por sí tiene mucho de romanticismo decadente. 

Me prometí llevarme solo un volumen recordándome a mí misma la existencia del aparatejo lector de libros que me acompaña día y noche y con el que estoy logrando ahorrarme grandes cantidades desde hace unos meses. No pude, al final cayeron dos ensayos, uno del magnífico y siempre lúcido Umberto Eco: Arte y belleza en la estética medieval, texto antiguo pero que no pasa de moda por las aportaciones al periodo. Y siguiendo con mi línea de interés reciente, un ensayo sobre literatura de Vicente Luis Mora, joven con muchísimo futuro en el mundo de la crítica literaria. El texto, bellísimamente editado en verde pistacho, pertenece a la colección Miradas, de Bartleby Editores y se titula Singularidades. Ética y poética de la literatura española actual. Espero que me ilumine un poco sobre un tema que últimamente ha empezado a fascinarme y del que sé poco o nada. Aún no le he hincado el ojo a este último, pero aguarda por mí después de las aportaciones medievalistas de Eco.

Pues ahí estaba yo, en esa magnífica nueva librería madrileña, que no tiene nada que envidiarle a otras de la zona y que me hacía sentir acogida entre paredes recubiertas de libros de todas las áreas del conocimiento y todas las geografías, cuando me llamó L. para decirme que venía adonde estuviera. Deambulé un rato más hasta que ella llegó y nos fuimos directas a otra librería, esta con carácter solidario: Libros Libres. Esta librería ha sido toda una revelación anti-crisis. Es un espacio cubierto de arriba abajo por libros de todas las clases, idiomas, estilos posibles y su peculiaridad es que todos ellos son gratis. Es decir, tú entras en la salita donde se encuentra la librería y miras y remiras por todos los rincones. Si te interesa algún libro, lo coges y te lo llevas gratis. La idea es llevar la cultura a todas partes, aunque creo que al final esto solo llega a unos pocos, los que no tienen mucho problema en financiarse los libros. El caso es que se puede colaborar de muchas maneras, tanto con voluntariado como con aportaciones anuales o esporádicas. Yo me llevé un clásico de los años 70, Cómo se comenta un texto literario, de Lázaro Carreter y Correa Calderón. Y tan acostumbrada a las transacciones comerciales de este mundo en que nos ha tocado vivir, no pude por menos que dejar una pequeña aportación, aun sabiendo que no es necesario hacerlo. Quizás el poder de esta librería es darle valor a la cultura de otra forma y quizás podamos aprender, poco a poco, a entender que otros modos de comercio -o trueque- son posibles.

Terminamos paseando por la zona de Luchana y plaza de Olavide y recaímos en la tienda de la que Manuel Casal habla a veces en su blog, La cocinita de Chamberí, un lugar muy acogedor en donde encontrar productos ecológicos para niños y donde llevar a los más pequeños a aprender a cocinar. Tienen talleres de cocina para niños de 12 meses a 10 años. Su creadora es una joven emprendedora con una sensibilidad exquisita. Toda una suerte el haber caído por allí de casualidad.

Una tarde muy libresca y tranquila. Llena también de tribulaciones por esa asignatura de Sintaxis que parece que se nos ha atragantado a L. y a mí pero que lograremos sacar al final con una sonrisa. 

Madrid, lugar de encuentros personales y culturales. El mejor sustituto para la melancolía londinense.

2 de noviembre de 2012

La profesión más hermosa del mundo


Desde siempre creí que la docencia era la profesión más hermosa del mundo. Estaba convencida de ello y me apliqué con esfuerzo para poder ejercerla. Siempre creí que la magia de las palabras y la literatura eran los mejores contenidos que transmitir a un grupo de mentes jóvenes y ávidas -o no- de conocimientos.

Me han felicitado por mi implicación y motivación e incluso algunos colegas de profesión aseguraban, sin haberme visto nunca dar clase, que les transmitía la sensación de ser buena en lo mío. Algunos de mis alumnos opinaban y opinan igual. Otros no. Pero estas cosas suceden siempre en todos los ámbitos de la vida. Yo siempre me he esforzado para ser lo mejor posible. Pero no en términos absolutos, sino con respecto a lo que yo podía hacer. 
Sin embargo, he caído en un nido de serpientes. El dinero parece ser que es lo único que importa. Incluso en tiempos de crisis, cuando ni siquiera hay dinero, el dinero es lo que más importa. El cambio de sistema global no llega y nos estamos estancando en prácticas y motivaciones del pasado. O peor aún, nos estancamos en las del futuro, donde parece que solo el que más paga es quien más derechos tiene, y no derechos reales.

Me hice profesora no para enseñar a escribir bien, hacer buenos resúmenes, amar la lectura y aprender dónde van las tildes. Me hice profesora para transmitir un modo de vida en el que debe primar la libertad. Educar es enseñar a ser libres y responsables a las personas. Es darles las alas del conocimiento que necesitan para ser seres humanos con significado pleno del adjetivo humano

Sin embargo, no es el mejor tiempo para ser profesor. El Gobierno, ese ente que debería procurarnos un estatus y una responsabilidad que no nos da, está más preocupado por la rentabilidad de la educación (supongo que de ahí esa obsesión con la calidad de la enseñanza) que por los resultados humanos que de ella nos beneficiaríamos todos a largo plazo. Me da la sensación de que el Gobierno no quiere ciudadanos libres y críticos, sino profesionales a los que ir agrupando en compartimentos estancos y a los que etiquetar desde bien jóvenes para hacerles ver cuanto antes que el mundo se rige por monedas y no por pensamientos. Para los que ni siquiera somos trabajadores públicos, la cosa está aún más difícil. Porque tenemos cientos de jefes por encima de nosotros: el Gobierno, el Ministro, los Consejeros, el dueño de la empresa para la que trabajamos, la dirección de la empresa para la que trabajamos, la coordinación del centro, la jefatura del departamento, los padres de nuestros alumnos, nuestros alumnos... Nosotros, los que creemos en la capacidad liberadora del pensamiento, somos el eslabón último y más pisoteado de una cadena que debería, simplemente, ser un círculo perfecto -el del diálogo entre el que enseña y el que aprende, que muchas veces no se corresponde con el de profesor-alumno, sino que da las vueltas eternamente, en un fluir de conocimientos que parece que no termina nunca-.

La enseñanza privada esclaviza al trabajador en aras de unos resultados que en muchos casos llegan mediante la presión de las familias, más que el esfuerzo mutuo de profesores y alumnos. Siempre he pensado que el fracaso escolar es el fracaso del profesor, pero me niego a pensar que yo estoy fracasando con determinados alumnos. Tampoco quiero posicionarme ética y moralmente en el lugar del profesor que afirma que el fracaso escolar es el fracaso de los padres. Igual que el éxito escolar es el resultado de un trabajo bien coordinado por todas partes, el fracaso también es culpa de todo.

Llevo pocos años en la docencia, pero poco a poco la desesperanza de estos tiempos que nos están aplastando, están distorsionando mi imagen perfecta e idílica de la profesión más hermosa del mundo. Quizás sí lo sea, pero España no sea el mejor sitio para ejercerla. Quizás necesitamos una revolución del conocimiento que se lleve a cabo desde los puestos más cercanos al alumnado. Pero ¿cómo? El dinero nos observa con lupa para que hagamos lo que tenemos que hacer y prescindir de los que no hacemos las cosas como quieren que las hagamos. 

Así nunca se alcanzará la libertad y la responsabilidad con la que siempre soñé cuando, desde bien pequeña, ponía en fila a mis juguetes para enseñarles cómo leer y escribir bien.

1 de noviembre de 2012

Un trozo invisible de este mundo, una obra incómoda pero necesaria


Un trozo invisible de este mundo es una obra de teatro en piezas, escrita e interpretada por Juan Diego Botto. Lleva en cartel unas semanas y se ha convertido en un éxito de taquilla con llenos casi diarios y que dejará de estar en cartel, desafortunadamente, el próximo domingo. 

Son cinco las piezas de que se compone esta magnífica obra que muestra el compromiso de Botto por la humanidad y sus derechos y libertades. Se van sucediendo para armar un puzzle fascinante que nos lleva de la Argentina de Perón a la España actual con personajes que son únicos y a la vez universales. Con personajes que son de este mundo, aunque tengan que volverse invisibles para sobrevivir.

Las cinco piezas entremezclan un humor muy ácido, ironía, sensibilidad social y cultural y belleza a raudales, a través de las canciones que la bellísima Astrid Jones pone en escena para que entendamos qué es ser mujer, qué es ser madre, qué es ser inmigrante en un lugar hostil donde uno pronto tiene que darse cuenta de que se está solo. O en compañía de esa botella de tequila de los mexicanos de El privilegio de ser perro. La belleza de la obra, además de estar plasmada en las nanas de Samba de la pieza Mujer, se escapa por el hilo telefónico de ese argentino que labura a diario levantándose a las cuatro de la mañana para poder mandarle plata a su mujer que al otro lado de la línea teme el no regreso de su amor. Belleza, también, en la historia del Turco, torturado y desaparecido argentino.

Lo que hace Botto con su texto magistral -lamentablemente aún no publicado- es presentarnos a unos personajes que son el mismo, nos muestra la universalidad del marginado, del pobre, del migrante, del que a la fuerza tiene que convertirse en invisible. Del que lucha por la libertad, por un mundo mejor. Y se cansa, y le llegan la derrota y el llanto, y la desesperación. Juan Diego Botto, la persona, no deja de ser uno de esos universales de su propia obra, alguien que no abandona la lucha y que en tiempos de crisis -de todas las crisis- se compromete aún mas y agudiza más el ingenio artístico para hacer algo que puede resultar muy incómodo al espectador. Ése que tiene sí tiene cerca a su gente y tiene dinero para permitirse una tarde de teatro pero que al fin y al cabo sufre con el Turco, Samba y tantos otros con o sin nombre.

Botto, con un texto y una interpretación magistrales, levanta de sus butacas al público, logra que llegue a empatizar con sus personajes y por lo tanto crea una obra de arte universal y redonda con una magia difícil de transmitir de palabra y que es mejor ver en directo. Merecedora de elogios también es la dirección y la escenografía, el acierto de situar una historia de tránsitos en un lugar que se ha convertido en el de tránsito cultural por excelencia del panorama madrileño actual, el Matadero de Madrid, y de usar como atrezzo básico y simbólico el trasiego de maletas de una cinta transportadora.

Astrid Jones, Sergio Peris-Mencheta y Juan Diego Botto.
Soy consciente de lo afortunada que he sido al poderme permitir asistir al teatro y que éste, una vez más, me haya transmitido la fuerza de la vida, la rebeldía de las utopías y la urgencia de un cambio necesario. Creo que Juan Diego Botto, Astrid Jones y Sergio Peris-Mencheta también son afortunados, por su talento. Y por la generosidad y sensibilidad que tienen al compartirlo con nosotros y enseñarnos, en algo más de una hora y media, qué pasa en nuestros barrios que aún nosotros no hemos sido capaces de ver. Los tres nos abren los ojos a una realidad incómoda y dolorosa. Pero al fin y al cabo, ese es el primer paso que todos necesitamos para poner el remedio: darnos cuenta de que esa realidad existe. Esta vez, el arma para hacérnoslo ver no han sido las redes sociales sino lo de siempre: el genio del teatro.

Larga vida al teatro y largos éxitos a Un trozo invisible de este mundo. Porque un éxito para la obra significa el éxito del ser humano.