Fotografía de Christiaan Triebert |
En las clases de español, esta tarde hemos tenido dos alumnas nuevas, Najwa y Naima. Nos hemos vuelto a presentar todos. Entonces, Mohamed le ha dicho a Naima de qué parte de Marruecos es. Me ha gustado ver cómo a Naima se le iluminaban los ojos al oír el nombre de una región de su tierra. He pensado cómo sería si a nosotros nos ocurriera lo mismo: un grupo de españoles, ya mayores, en una escuelita de otro idioma (pongamos alemán), hablando de la procedencia de cada uno, intentando aprender esa lengua y mirándose con nostalgia echando de menos la tierra propia, por muy bien que la situación puediera estar en ese nuevo país. Y en el fondo supongo que eso está pasando o pasará pronto. El fantasma de la emigración.
Hace unos años, cientos de miles de ciudadanos de otros países buscaban una oportunidad aquí. Muchos sabían que sería difícil, triste y sufrido, pero aún así llegaron aquí, intentando mantener sus tradiciones y aprendiendo también de las españolas. Se sintieron maltratados por nosotros y tuvieron que recluirse en grupos de compatriotas. Y aquí lo único que se nos ocurría decir era que se reunían en guetos. Como si nosotros no lo hiciéramos cuando salimos al mundo.
Hoy mismo, Alexander, un alumno ruso con muy poca idea de español, preguntaba algo en clase. Y lo sorprendente es que no pregunte todo. Alguien se ha reído. Creo que es por pura envidia: ven cómo poquito a poco va sacando las asignaturas, sigue aprendiendo, sin parar y, sobre todo, sobrevive. Sobrevive en un lugar inhóspito y donde muy pocos lo ayudan. Les he dicho a todos que intenten ponerse en la piel de Alexander; que se imaginen a ellos mismos en un colegio ruso donde no entienden nada y donde los compañeros tampoco se lo ponen fácil. Se lo han pensado un minuto. Solo uno. Espero que algún día lo entiendan.
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