21 de noviembre de 2012

T.S. Eliot



Fotografía de Rodney Smith



En toda vida humana debe llegar un momento de inflexión. O varios. Un pararse a recapacitar y pensar hacia dónde voy y ¿por qué? Es duro el planteárselo constantemente, por eso es bueno tener un buen equilibrio personal para que estas cosas solo ocurran muy de vez en cuando.

Esta mañana me he castigado sin recreo con un chico al que intento dar clase, llamémosle D. D. es puro nervio, locura incontenida, un chico de menos de catorce años que ya ha decidido tirar la toalla en su vida. Hoy, rascando mucho mientras estábamos los dos castigados sin recreo, me ha dicho que la vida no le importa. Que no hay nada que le importe. Que no le gusta ninguna asignatura, no le interesa absolutamente nada. Le gustan el fútbol y el pádel. Y se acabó, nada más. Le he hecho que me enumerara la gente de clase con la que se lleva bien y los que podría llamar amigos. Guille estaba entre ellos. Bien -he pensado-. Luego nos hemos quedado otro rato en silencio y se me ha ocurrido preguntarle si le importa no estar bien con la gente. Me ha dicho que no, rotundamente, que le daba igual. ¿Ni siquiera con Guille? Y él: Que no, que me da igual. Con un como cansancio acumulado ya en sus catorce años de vida de todos aquellos que alguna vez han intentado acercarse a él de buenas maneras, sin gritos, sin enfados. Detrás de D. hay una familia, pero que poco o nada hace por intentar hacerle entender que la vida es importante, que hay que tomársela en serio y que no puede castigarse así, tan rotundamente, día a día. Y en su castigo, castigar a sus amigos, a sus compañeros y a nosotros, que simplemente pretendemos ayudarle.

Me pregunto si a D. le ha llegado ya ese momento de inflexión. Me pregunto si él mismo no ha pasado directamente la rosca del hacia dónde voy y simplemente va, sin rumbo, sin sentido, sin nada, porque sí. Estoy convencida de que lo que D. hace no tiene que ver con ninguna máscara que él se ponga ante nosotros. D. nos está pidiendo amor a gritos, acercamiento, escucha, comprensión. Pero no lo sabe recibir, no se da cuenta de cuándo le llega, porque nunca antes, en casa, le han enseñado a dar amor, acercamiento, escucha ni comprensión. Quise tirar la toalla con él a las tres semanas y mis compañeros me dijeron que no lo hiciera, que nos necesitaba y, desde entonces, se ha convertido en uno de mis objetivos principales. Quiero lograr algo por él, porque hacerlo, egoístamente, significa también lograr algo por mí. Su tutora está conmigo. Sus padres no. Otros profesores, simplemente, no lo aguantan y lo mandan fuera de su vista a la primera de cambio. Yo intento tenerlo cerca de mí en un querer, extrañamente, darle calor humano.

Mientras tanto, a otros chicos les leo poemas de Pedro Salinas y, engatusados por versos que no comprenden pero que intuyen bellos, les veo sentir ese calor que a D. no le llega. Para mí y solo para mí, unos versos de T.S. Eliot cuya brillantez me envuelve cada vez que retomo los Four Quartets:

There are three conditions which often look alike
Yet differ completely, flourish in the same hedgerow:
Attachment to self and to things and to persons, detachment
From self and from things and from persons; and, growing
between them, indifference
Which resembles the others as death resembles life.

La indiferencia, que crece entre el apego y el desapego, se parece a ellas tanto como la muerte se parece a la vida. Aquí hay mucho material para la reflexión. Y en D., una indiferencia que espero que signifique apego y desapego a partes iguales.

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