Fotografía de Bruno Birkhofer |
Ayer salí a la calle a luchar por mi futuro. Lo hice con una amiga del pasado. Simplemente coincidimos en el tren. Ana, aquella dulce niña con quien compartí buena parte de mi infancia y mi adolescencia. Con Ana ha pasado eso que a veces pasa cuando creces y te vas desvinculando de ciertas personas, simplemente porque la vida os lleva por distintos cauces. Pero siempre es hermoso cuando esos cauces se vuelven a unir para dar momentos de mucha emotividad, recuerdos y risas.
Después de mucho rato hablando sobre los problemas que tiene este presente y el futuro que se nos echa encima, hablamos también sobre los juegos del pasado, ese vivir felices que crea la ignorancia, el no ser aún responsables de nuestra vida. Y Ana se mostraba muy nostálgica. Decía que no le gustaba el paso del tiempo, que querría -con todas sus fuerzas- volver atrás, a esos tiempos en los que no había preocupaciones por nada, simplemente el llegar a casa a tiempo para que sus padres no la regañasen. Sonreímos las dos, con los ojos puestos en esas noches frescas de verano en las que nos sentábamos en bancos de la calle a hablar de nuestras cosas y comer pipas; o los días soleados de piscina y risas; o los campamentos de verano donde empezamos a intuir qué era eso de estar enamoradas. Y Ana, triste, era consciente del pasar de los años, de la rapidez con que habíamos pasado de la despreocupación más absoluta a la mayor de nuestras preocupaciones, la del ¿qué será de nosotros en el futuro?. La generación sin porvenir.
Lo pensé durante unos segundos. Recordé los años fantásticos de la universidad. Salamanca. Ese momento en que las preocupaciones máximas consistían en llegar pronto y coger un asiento en Zacut, la biblioteca de ciencias, para poder aprovechar al máximo el día de estudio. Empezábamos a echar a volar, pero aún seguíamos con la cabeza en las nubes. Ahora, los que ya emprendimos del todo el vuelo, debemos tener la cabeza en la tierra si queremos conseguir lo que nos proponemos.
Hablábamos de esto en el tren, el lugar de las reflexiones. Y con el ruido del traqueteo y el bullicio de los manifestantes que ya volvían a sus casas con la resaca de la huelga, pensaba en Marta, otra amiga, casi de la adolescencia. Una amiga que no mira atrás con pena, sino que mira hacia adelante con ilusión. Marta se está labrando un futuro muy bonito y para ello vive un presente de sacrificio, pero también un presente muy vital, lleno de esperanza. Marta, eso sí, está fuera de España y piensa en los años productivos con mentalidad de forastera. Quizás esos son los tiempos que nos han tocado y este el instinto de supervivencia que tenemos que alimentar.
Miraba a Ana, ayer, representación clara del pasado, y pensaba en Marta, puro futuro. Y yo me veía un poco entre las dos. Un vivir el ahora con nostalgias, pero también con una pizca de ilusión por lo que vendrá. Con ganas de cambio. Con ánimo por saber que somos cientos de miles los que ayer estábamos en las calles gritando para que nos devuelvan lo que es nuestro y nunca debimos dejar en manos de los mercados y los poderosos. Ahí, ayer, había responsabilidad. Y ganas de cambio.
Espero que Ana también se diera cuenta de eso y entienda que la vida son etapas. Nuestra etapa del campamento quedó enterrada con los otros recuerdos de 2001. Lo bueno, lo bonito, lo esencial, es mirar hacia delante con los ojos de los niños que un día fuimos y pensar que otro futuro es posible.
1 comentario:
Precioso texto. Yo se lo daba a leer a los alumnos de cualquier edad para que vieran con claridad la encrucijada. Un beso.
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